Por HRJ
La vida es movimiento. A veces imperceptible, a veces definitivo, pero el cambio es una constante existencial. La Orquesta Sinfónica te invita a descubrir en este 2023 nuevas experiencias musicales. Hemos seleccionado para ti cinco obras fascinantes compuestas en los últimos 150 años para proponerte en este nuevo año una renovación sonora.
Estudio (1961) de Else Marie Pade (1924-2016)
Al inicio de Estudio (1961), Else Marie Pade (1924-2016) graba las olas y el viento y edita sus sonidos hacia el ruido blanco, un mar industrial del que no se especifica procedencia, pero en el fondo es aire y es agua, y que lo sean —que sus voces estén obtenidas directamente de la naturaleza— los convierte en metáforas de la realidad cuya contundencia y poder evocativo superan las posibilidades de cualquier instrumento tradicional.
El paisaje sonoro es roto por electrónicos sonidos metálicos de campanas cuyos tañidos son manipulados por computadoras, y en ese exacto momento —cuando la compositora manipula a su antojo los parámetros del sonido a través de la tecnología — la música se ha convertido en materia; crearla ya no requiere de intérpretes (y la necesidad de esperar a que una orquesta suene para poder corregir errores). Ahora la compositora trabaja en relación directa con sus materiales; su trabajo, por lo tanto, adquiere sesgos escultóricos.
Hacia la mitad de Estudio, el mar industrial se prolonga en dilatadas vibraciones que sirven como atmósfera para la anunciación de diversas existencias sonoras físicas (máquinas, edificios, cables) y abstractas (cansancio, insatisfacción, sorpresa) cuyos movimientos horizontales comienzan a sucederse y crecer, unos tras otros, cada vez más altos, cada vez más rápidos. De pronto la vorágine de canto cibernético se desinfla hacia ese mar original que se entrega a su destino musical con el cosmos y el tiempo: en el segundo 333 extinguir el sonido de su última ola.
Sinfonía núm. 7 (1924) de Jean Sibelius (1865-1957)
Sibelius escribió en su diario (20 de mayo de 1918) con estilo telegráfico sobre su Séptima: “La VII. Dicha de vida y vitalidad, se torna appassionato. Tres movimiento, el último un Rondo heléncio”.
Pero claro: tan pronto creó el primer tema, la partitura cambió por completo. Trabajó en ella durante cinco años sin tener nada claro. Hacia 1923 vislumbró la solución y se dedicó a terminarla en frenéticas jornadas de trabajo que le exigían whisky para mantenerse caliente en las gélidas noches del invierno finlandés. La tuvo lista el 2 de marzo de 1924 y el 24 de mayo dirigió el estreno en Estocolmo.
El motivo melódico inicial es presentado en plan majestuoso por un trombón. De aquí en adelante ya todo es sobre la metamorfosis de ese motivo, que va cambiando sin direcciones preestablecidas, incitado por una dinámica de lo impensado. Es un desarrollo creador y destructivo, que devora los escenarios a los que pertenecía en el instante anterior para reinventarse en un nuevo panorama y luego otra vez volver a destruirlo.
Es una melodía (que oscila entre la tonalidad principal: do mayor, y la de do menor) de un misterio encantador. Cambia sin dejar huellas. No se sabe cuándo ha terminado una de sus variaciones cuándo ya está adquiriendo una forma nueva. Aunque es obvio que una máscara necesita de la otra: son apariencias que al sonar dan la impresión de individualidad, pero en realidad sólo adquieren sentido a partir de la existencia del sonido anterior.
Cuarteto para cuerdas núm. 7, Ángeles (2000), de Gloria Coates (1938)
En el Cuarteto para cuerdas núm. 7, Ángeles, de Gloria Coates la dotación tradicional del género dos violines, viola y chelo entra en sorprendentes relaciones (caso insólito en la historia) con el órgano.
Desde un punto de vista cromático, el conflicto parecería trazado: las cuerdas de luces resplandecientes en contra del órgano funesto que Monteverdi, en 1607, escogió para expresar el momento exacto en el que en el alma de Orfeo se ha instalado la muerte (cuando Silvia le revela que a Eurídice la mordió una serpiente). Sin embargo, en esta partitura estructurada en movimiento único de 15 minutos, las cosas no resultan tan claras: la confusión actúa desde la naturaleza misma de los colores.
Al principio, los violines aletean y por un instante su aleteo transmite la idea de ascensión. Resulta una sensación falsa: se trata de un aleteo que proviene de la disonancia y rápidamente las cuerdas graves lo vacían de movimiento. Ahí lo dejan: suspendido, mutilado, sin tiempo ni alas, a merced de la angustia y la premonición de una caída: eso alado que ascendía sin remedio se ha desplomado. Y todas esas cosas suspensión, angustia y caída se van acumulando, cada vez más intensas en su desesperanza, a través de un adorno conocido como glissando que consiste en transitar con escándalo ya sea rápido o lento, da igual el tiempo de una nota a otra, de tal manera que todos los sonidos intermedios sean excitados.
Las visitas del órgano a esta densa textura mística resultan sorprendentes: citan, aquí y allá, con frágiles voces de suavidad enrarecida, las dulces melodías de tres viejas canciones navideñas inglesas que hablan candorosamente sobre ángeles, pastores y fe.
Música para charlar (1938) de Silvestre Revueltas (1899-1940)
Música para charlar de Silvestre Revueltas inicia con un ritmo violento e histérico que crece, cada vez más siniestro, hasta romperse en un estallido definitivo a cargo de los timbales. Un acorde incierto permanece suspendido durante cinco segundos y de repente sobreviene un inocente y tierno tema cuya despreocupada melodía traviesa hace pensar en cierto vertiginoso juego, semejante a una danza, que implica saltos, trompos, gritos, golosinas, cuerdas y movimientos circulares. Estos dos episodios definen el sentido de la música: un enfrentamiento entre la angustia duda, incertidumbre, sufrimiento y tragedia y la alegría juego, ilusión, dicha y certeza. Al final, vence la melodía traviesa, pero sus lúdicos gestos ya no lucen ni tan inocentes ni tan tiernos. Algo en su esencia ha cambiado tras la lucha. Sus sonidos han perdido los colores: suenan rígidos y lúgubres.
Sinfonía gaélica (1896) de Amy Beach (1867-1944)
Amy Beach escoge un violín al inicio del tercer movimiento de su Sinfonía gaélica para interpretar una melodía lenta y dramática que avanza inestable, entre un entusiasmo suave, casi alegre, y una desesperanza severa, casi amarga; un segundo violín lejano, discreto acentúa la inestabilidad expresiva de un diálogo que por sus contrastes entre la ilusión y el desgarro adquiere el aspecto de un lamento romántico. Este breve pasaje entre los dos violines es el único momento de auténtica sensualidad en una intensa sinfonía llena de nostálgica que nunca descansa. Música apasionada y abstracta. De una abstracción triste: construida en torno a la sombría tonalidad de mi menor, que Amy Beach, al cerrar los ojos, siempre ha visto negra (de niña, cada tonalidad la asociaba con un color). Desde esa negrura, las ideas cambian lentamente conforme avanzan: De la rabia a la ilusión. De la ilusión a la lucha. De la lucha a la emancipación. Luego, tras el éxtasis libertario, durante ese diálogo inesperado y efímero entre violines sobre un romántico lamento del cuerpo, las ideas desaparecen y al poco tiempo regresan para completar la trágica dinámica de su ciclo eterno: De la emancipación a la igualdad. De la igualdad a la desilusión. Y de la desilusión a una nueva esperanza.
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