Quodlibet

El piano y la pluma de un gigante

Por Gonzalo Trinidad Valtierra

Las precisas palabras de Gonzalo Trinidad llevan al lector de Quodlibet hacia los viejos secretos musicales de algunos cuentos del escritor y pianista uruguayo Felisberto Hernández, en los que las fronteras entre lo fantástico y lo real se anulan para embriagar de música a sus personajes. ¿Quién habita en los pianos de sus cuentos? Escuche y descubra.

Tigres se meten por el corazón de los pianos.

Ramón Martínez Ocaranza

En la mayoría de las fotos posa retocado con un traje de varias piezas. Hombre elegante, con aura de soñador.

Basta ver alguno de los retratos de Felisberto Hernández para percatarse de que se trata de un ser trastocado por la locura, es decir, la Música. Tiene la mirada puesta en un lugar que los mortales no entrevemos; su cabellera hirsuta, alborotada, me recuerda a Silvestre Revueltas. Pero a diferencia del compositor duranguense, la figura de Felisberto es delgada, se diría que apenas quiso tener cuerpo. En la mayoría de las fotos posa retocado con un traje de varias piezas. Hombre elegante, con aura de soñador.

Sus cuentos no sólo evocan la figura del pianista que trata de ganarse la vida, sino que están repletos de atmósferas y mecanismos, propiamente musicales.

Para quien esto escribe el piano es un misterio, como la noche. Felisberto amaba esa mezcla de fantasía y embriaguez al amparo de la oscuridad. En sus cuentos, el piano se asoma a través de un personaje o como parte de la decoración y el argumento, el vino le acompaña, y como si se tratase de un heredero de Las mil y una noches, la línea entre lo real y lo fantástico se diluye en su universo narrativo. Cosas asombrosas ocurren cuando Felisberto deja que sus criaturas hablen a través de él.

 

Su mundo transcurre en pueblos aislados de Uruguay y caserones de aristócratas provincianos que guardan secretos añejados entre las paredes de su residencia. Si hay algo que logra poner en movimiento las pasiones de estas criaturas en vías de extinción, es la música, las evocaciones que provoca en sus corazones, como en El comedor oscuro. Y a pesar de ello, Felisberto no se ocupa de la maldad y la miseria, tan tentadora para otros autores. Anda en busca de una ensoñación fantástica, terreno fértil en el que la vida parece invertir su orden para dar pie a lo asombroso.

 

Sin temor a equivocarme, los cuentos de Felisberto Hernández podrían figurar en cualquier antología de literatura fantástica, junto a los de Ryūnosuke Akutagawa, sin el menor empacho. Pocas veces me he topado con una compilación que se digne hacerle justicia al maestro uruguayo, en quien Julio Cortázar e Ítalo Calvino encontraron uno de los mejores exponentes del cuento fantástico. Así como este género es de ascendencia oriental, el antepasado más viejo del piano es la cítara, instrumento de origen asiático.

Felisberto explicó que sus cuentos nacían en un rincón de él mismo, como plantas. No imagino que fuera tan sencillo. Su obra está estructurada con una precisión envidiable. No le sobra ni le falta. Sus cuentos nacen de la espera, de la paciencia de verlos madurar, como si tuviesen hojas de poesía, les da tiempo para que se desenvuelvan según las leyes de la creación. Me parece que, a diferencia del escritor que pretende exprimir cada gramo de la vida, Felisberto está más cerca del músico que presiente la melodía y procura darle luz, agua, vino o lo que haga falta para que florezca.

Es un alivio, entre tanto realismo que abarrota hoy en día las librerías, encontrarse con un libro de este extraordinario narrador. Algo semejante ocurre cuando hastiados de la música que inunda centros comerciales, bares, elevadores y casi cualquier espacio público, nos sentamos en soledad a escuchar al viejo Bach o a Brahms, interpretados por nuestro pianista dilecto. Imagino entonces al joven Felisberto acariciando o percutiendo las teclas del piano, extasiado, sumergido en esa atmósfera o substancia musical, delirante, apasionada, y a veces solitaria. Como en el cuento El balcón, en donde el héroe es un músico que va de pueblo en pueblo dando conciertos en teatros semivacíos, lugares invadidos por el silencio.

Cuando el silencio llena de intenciones las notas del pianista, y a veces responde, como uno más de la audiencia, atesorando cada sonido para después contrastarlo con sus pensamientos, nos hallamos en el mundo interior de un escritor que hizo de la música el motivo de sus narraciones. El silencio es una de las formas más apreciadas de Felisberto, y sin duda es un regalo para el lector —acosado por el ruido de la vida moderna— a la zaga de un remanso de paz en unas cuantas líneas.

Sus cuentos nacen de la espera, de la paciencia de verlos madurar, como si tuviesen hojas de poesía, les da tiempo para que se desenvuelvan según las leyes de la creación.

Allí donde lo desconcertante coincide con el mecanismo que fractura la realidad, se encuentra lo fantástico.

Te invitamos a leer el artículo completo en la Revista Quodlibet de la Orquesta Sinfónica de Minería:

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