Por Marco Antonio Campos
Yo habitaba en el sur, en Birkensiedlung,
cerca de donde vivía, a las orillas de Anif.
Solía pasar a pie, frente a su casa amplia,
con ventanas geométricas, por donde entraba plena
la naturaleza y arribaban todos los pájaros de Austria.
Quién era yo para molestarlo a él,
el mirlo blanco en el pino oscurísimo.
No era hombre simpático; sólo fue El Maestro.
¿Pero ignora alguien en Salzburgo, si acercas
el oído, que árboles y hierba se vuelven música?
Lejos, lejos del mar y próximo a los Alpes, Karajan cedió
–dijo la alondra–, se fue, murió en el año del mes en
que dejé Salzburgo, y aún ahora, tres décadas más tarde,
me miro despedirme, creo haberme despedido
donde nadie pudo verlo, donde escucho, en el aire
que no aroma el sauce, en el vuelo inclinado
de la paloma herida, con la matemática de la emoción,
sinfonías de Beethoven, conciertos mozartianos,
dulzuras trágicas de Mahler, ah, cómo lloraba Alma,
cómo lloraba el alma.
Murió es un decir: se le ve aún de pie, en las praderas
de Anif bajo la brisa que llega de la montaña próxima,
se le ve aún dirigir la orquesta –cabeza baja,
frente concentrada, ojos cerrados,
manos en movimiento como el fluir del Salzach–,
y se demora allí, oyendo del gorrión el vuelo,
llorando del gorrión el vuelo, volviendo música
lo que oro dio la vida y ni un acorde con él ha de callar.

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